miércoles, 30 de enero de 2008

Intensidad

El hospital es grande. Los pasillos son los típicos corredores que por las noches parecen largos brazos vacíos con penumbra, y todo aquello que toca el suelo accidentalmente genera una onda de sonido que se extiende de un extremo a otro. A veces me recuerda al eco interminable y siniestro de los túneles. Sin embargo, con el tiempo, todas esas cosas se han amigado conmigo y me siento parte de ello.
Sigo pensando en la debilidad y en la fascinación que me generan los instrumentos quirúrgicos. Eso o cualquier otro que desnude una soberbia hoja de acero enseñando el fulgor de su borde filoso. Todas las oportunidades que paso por el quirófano y reviso las herramientas esterilizadas me quedo observando fijamente en la belleza que esconden. La perfección con la que han sido fabricadas, la precisión con la que ejecutan su objetivo, la estética tan magistral con la que han sido diseñadas; es tan sensacional observar cómo el borde del filo de un bisturí se afirma plácido y certero sobre la piel del cuerpo. Primero, un ligero tacto inicial que es el primer contacto que la mano que sostiene el instrumento tiene con la zona que será pronta a cortar. Después, una presión que es continua a ese apoyo inicial y que será previo al posterior movimiento que inaugurará la abertura en el tejido, y la rotura de aquellas primerísimas células que recubren la superficie de la piel. Segundos después de efectuar el primer movimiento con el filo, las pequeñas islas de sangre que brotan se convierten en segundos en un camino de señalización que es guiado por el trayecto que marca el bisturí, mientras el rojo oscuro del fluido se desliza con todo su esplendor...

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